Pimp y Nela, se llamaban. Él era gigoló, y ella su damisela. En otro tiempo habían sido pareja de baile (“La Sombra de Ginger y Fred”), pero esos días quedaron muy atrás -todos los días quedan muy atrás-, y ahora ella vendía y él cobraba.
En cierta ocasión un apuesto y toroso mancebo solicitó los servicios de Nela. Era norteño el mocetón, y campirano, según lo daba a adivinar su atuendo: sombrero texano; camisa a cuadros; cinturón de pita con hebilla plateada en forma de cabeza de caballo; blue jeans; botas vaqueras. Ella lo llevó en taxi a un motel de los de corta estancia o pago por evento. Pimp siguió a la pareja en su automóvil -un convertible grande, modelo 82-, pues su trabajo consistía en dar protección a su pareja, y asesorarla en caso necesario.
Ya en el cuarto, Nela ayudó al muchacho a despojarse de su vestimenta, y no pudo menos que sorprenderse gratamente al constatar la munífica largueza con que Natura había dotado a su galán de turno. Antes de empezar las acciones el lacertoso joven le preguntó a la daifa, con cautela campesina, a cuánto ascendía el monto de su tarifa, coste, honorarios, importe o arancel. Ella, conforme a las instrucciones recibidas de Pimp, respondió que la dicha cuota ascendía a 500 pesos. “Lástima -se apenó el fornido zagalón-. Nada más traigo 400. ¿Podría usted hacerme alguna consideración?”. Replicó Nela, terminante: “Nuestra política es de precios fijos. No estoy autorizada a hacer descuentos”. “Entonces vámonos” -dijo el ranchero con laconismo propio de las zonas desérticas del norte del País. Y así diciendo comenzó a vestirse. “Espera un poco -le pidió Nela, cuyas hormonas se habían agitado a la vista de los aperos del gañán-. Déjame ver qué puedo hacer”.
Salió del cuarto Nela; fue hacia Pimp y le dijo respirando con agitación: “¿Podrías prestarle 100 pesos al muchacho?”…
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